Los sistemas educativos de los Estados
afrontan una especie de paradoja, derivada de dos tendencias en aparariencia
contradictorias. Una, el ingreso de la aldea global (Mc Luhan M, 1985: 45).
Otra, la nueva valoración de la vida local. La globalización de los mercados y
la “convergencia tecnológica” (Nelson y
Wright, 1992) fuerzan a que los individuos desarrollen competencias
universales. Ellas son, hasta cierto punto, indiferentes a espacios o a tiempos
particulares. Provienen de los requerimientos científico – técnicos
contemporáneos que hoy anulan las antiguas ventajas comparativas. Configuran
una especie de ciudadanía universal, ya no inducida por la religión o por la
ideología, sino por la racionalidad instrumental. Racionalidad que, sin
embargo, es el mito por excelencia en el mundo contemporáneo (Alexander, J.
1991: 283-309). A tal educación abierta apuntan la extensión y velocidad de los
medios de comunicación y redes internacionales de información.
Por otra parte, la crisis de legitimidad de los Estados
por la carencia valores, normas compartidas entre los miembros de la sociedad,
y la destrucción de los discursos del poder, somete a grandes dudas a una
educación basada en solo racionalidad
instrumental. A partir de una valoración del mundo, de la vida y de la
confianza, muchos reclamamos una educación de calidad fundada en valores.
Entre ideales universalistas y locales, los sistemas de
educación experimentan una crisis de calidad en los valores. La crisis es más
aguda de lo que se podría pensar, pues desde el preescolar hasta la universidad
han dejado de ser autosuficientes, como eran antes de la revolución científico
– técnica, para ser mecanismo en un engranaje más complejo de reproducción de
la misma sociedad. Así, las políticas de los Estados deben atender al mismo
tiempo dos impulsos que parecen contrapuestos: integrar a los ciudadanos a
redes cada vez más internacionales, concediendo mayor autonomía a los
individuos bajo valores relativos, o construir comunidades locales bajo valores
universales.
Esta construcción hace que se extienda a los sistemas
nacionales de calidad y se hable de la necesidad de una reforma educativa, pero nos preguntamos, luego de trabajar varios años dentro del sector educativo: ¿La calidad en la educación debe responder a exigencias
universales o aun estatales o nacionales? Y si es así, ¿a cuáles?; de igual
forma, ¿La educación permite formar el capital social de un Estado? Y si esto
ocurre, ¿cómo?, ¿con qué calidad?. O, por el contrario, ¿El sistema educativo
debe limitarse a registrar saberes y competencias producidas en contextos
diferentes, bajo el supuesto que ellas tienen alta calidad?. Dado que el
capital social es “un conjunto de valores informales o normas compartidas entre
miembros de un grupo que permite la cooperación entre ellos mismos” (Francis Fukuyama), tal acto oscila entre el
universalismo de la racionalidad instrumental y los particularismos de las
preferencias locales, con sesgos subjetivos. Esto lleva a mostrar la importancia
de la educación como formadora y transformadora del comportamiento social de
las personas, a través de esquemas administrativos y pedagógicos de calidad que incentiven la confianza como
producto clave de las normas sociales cooperativas que constituyen el capital
social.
Colombia inicio en 1990 un sistema de evaluación nacional
de la calidad de la educación. No obstante, el deterioro en los valores de la
última década permite evidenciar que Colombia no pasó por procesos sociales de
interiorización de una ética férreamente concebida, como el que desplegaron los
protestantes en los siglos XVII y XVIII en Inglaterra, Holanda y Alemania;
donde ni su constitución ni su sistema legal surgieron de la soberanía del
pueblo, sino que reflejaron sistemas políticos muy centralizados justificados
en la unión de la Nación –Unión que debía ser en principios y valores – y no en
el pueblo.
De acuerdo con el profesor de la Universidad de
California Phillip Gorski, el calvinismo promovió la disciplina social en tres
niveles: primero, internalizó una ética de autodisciplina en los creyentes como
individuos; segundo, invento una serie de estrategias institucionales para
mantener la disciplina colectiva dentro de la iglesia; y tercero, promovio
reformas sociales dirigidas a incrementar la disciplina social. Cuando tales
movimientos se aliaron con elites políticas en auge, particularmente con los
Burgos urbanos y con las monarquías en proceso de centralización, el resultado
fue una profunda transformación de la vida social e institucional, una
revolución disciplinaria con efectos muy extendidos en la formación del Estado.
El desarrollo económico se da en el marco de las
instituciones que lo regulen. El Gobierno, el sistema de ley, y las llamadas
normas informales que se derivan de la cultura y de la religión, todos contribuyen
a la acumulación de capital o a frenarla. Nabi Consulting expondrá durante varias entradas en nuestro blog, cómo el sistema
educativo en Colombia debe ser estructurado bajo concepciones de calidad que
permitan la formación y transformación del comportamiento de las personas como
papel central en la construcción del capital social en la Nación.
Los propósitos trazados para la educación, no puede estar asociada solo con mejores ingresos o más productividad, debe estar relacionado directamente con mejorar la calidad de vida, tanto individual como social, y concentrado en la formación del capital social de la Nación.
ResponderEliminar100% de acuerdo!
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